Ortega y Gasset, José Carlos Arévalo y 1986
Ortega y Gasset, al alimón, junto a Domingo Ortega | Cano |
José Ortega y Gasset (Madrid, 1883 – Ibídem, 1955), bajo cánones sociales actuales, pertenecería al facherío recalcitrante, pues, además de filósofo y acérrimo defensor de la tauromaquia, desde un punto de vista intelectual, actuó como apasionado defensor de las humanidades y, hoy, ya se sabe, denostadas en detrimento de otras preferencias. Si, en un mitin, no pronuncias cuarenta mil tecnicismos anglosajones e imásdémási, no eres naide (sic).
Periódicamente, cuestiono el sino de genios pintores, como Velázquez, Murillo o Goya; poetas, como García Lorca, Manuel Machado o Gustavo Adolfo Bécquer; filósofos, como el propio Ortega o Nietzsche; bajo paraguas del siglo veintiuno: ¿hubieran engrosado filas de la posteridad, aparecerían en los libros o trabajarían bajo el calor de una campana de cocina, con hedor a frito, en un establecimiento de comida rápida, amén del criterio impuesto por cuatro mediocres?
Gasset, gran fascista, salió elegido diputado en 1931, perteneciendo a la candidatura llamada "Agrupación al Servicio de la República" (ASR). Asimismo, participó activamente en la Comisión Constitucional destinada a elaborar el tablero de juego regidor de la nueva forma de estado. A finales del período, criticó severamente la deriva republicana. Eso ya pertenece a otras lides. Aparquemos anécdotas políticas. Simplemente, excúsenme, debido al propósito demostrativo con respecto a la independencia política de la tauromaquia.
¿De dónde proviene su afición? Como en tantos casos, descendencia por vía paternal: José Ortega y Murillo, periodista, también ejerció como crítico taurino y apoderado de matadores. Aunque él, de manera humilde, siempre negó tal condición: "no soy un aficionado a los toros. Después de mi adolescencia, son contadísimas las corridas de toros a las que he asistido; las estrictamente necesarias para poder hacerme cargo cómo iban las cosas. En cambio, he hecho, con los toros, lo que no se había hecho: prestar mi atención, con intelectual generosidad, al hecho sorprendente que son las corridas de toros [...]".
Cierto y verdad, sin duda, su gran estrechez con el mundillo. Prueba de ello, su gran amistad con el Paleto de Borox, Domingo Ortega, con quien compartió grandes tardes en la finca de este (Navalcaide, ubicada en Madrid: observar foto al alimón); incluso acudieron, vestidos de corto, al Carnaval de Múnich. En marzo de 1950, aquella famosa conferencia del borojeño, titulada "El arte del toreo", en el Ateneo de Madrid, con beneplácito e intervención del pensador.
José Ortega y Gasset, Domingo Ortega y Cossío, en Navalcaide | Taurología |
Durante los treinta, además, existe intercambio epistolar abundante, alentando a José María de Cossío a... escribir "El Cossío", acunado bajo mecenazgo de Espasa-Calpe. Finalmente, la enciclopedia taurómaca con mayor fama y prestigio, vio, en 1943, su primer tomo en la calle, gracias, en parte, a la insistencia de Ortega, la mano izquierda de Cossío y la participación, entre otros, de Miguel Hernández, poeta alicantino, partícipe en esta prima entrega.
Dos personajes carismáticos, como Rafael el Gallo y Juan Belmonte, disfrutaron cafés y tertulias cargadas de reflexiones junto al madrileño. El trianero de la Feria, siempre fiel a sus inquietudes culturales y literarias, más allá de su profesión, mantuvo, a lo largo de su vida, gran relación con artisteo y menudeo intelectualoide (desde la Generación del 98, con aquel homenaje en época novilleril; hasta los años sesenta, cuando falleció). El Divino Calvo, hermanísimo del archienemigo del Pasmo, paraba, ya con la coleta cortada, cada mañana en la Sierpes, acompañado del diario y varios habanos.
"La historia de las corridas de toros revela alguno de los secretos más recónditos sobre la vida nacional española durante más de tres siglos: y no se trata de vagas apreciaciones, sino que, de otro modo, no se puede definir con precisión la peculiar estructura social de nuestro pueblo durante esos siglos [...] estrictamente inversa de lo normal en las otras grandes naciones de Europa", en "La caza y los toros".
Esta última cita, con suma vigencia actual, sirve como argumentario para contrarrestar el antitaurinismo a nivel global. La externalización del conflicto hacia ámbitos europeos o mundiales siempre favorecerá la abolición, pues, mientras borgoñeses, bretones, flamencos, lombardos, ingleses o irlandeses vivieron en paz y utilizaron la ganadería destinada a fines más pacíficos, el crisol peninsular, con castellanos, navarros y aragoneses, hallábase en plena reconquista contra el moro, sirviendo, este mismo ganado, como entrenamiento marcial. De ahí, el famoso lanceo del toro a caballo, origen primario de las actuales corridas. O la archidivulgada leyenda de El Cid. Desde la Edad Media y hasta la revolución impuesta por González Fernández de Córdoba, en plena Edad Moderna, el peso de la batalla recayó sobre la caballería. Con los Tercios y el Gran Capitán, la infantería cobró mayor protagonismo. Curiosa equiparación entre historia política y taurina. Desvanecida la guerra por caballería, las horas del toreo a caballo merodeaba por minutos finales, dando paso a los chulillos de a pie, antes exclusivamente estoqueadores. Hete ahí gran parte esencial destilada por Ortega y Gasset.
Charlan Rafael Gómez Ortega y José Ortega y Gasset |
No relataría esta parafernalia seudofilosófica sin intermediación de José Carlos Arévalo, magnífico periodista taurino, cuya supervivencia desconocía hasta visualizar, días atrás, el Kikirikí sobre Chicuelo, acompañado, también, de Domingo Delgado de la Cámara y José Morente. El tratadista, el crítico, afronta con frialdad la observación del objeto de su criterio, pero, curiosamente, responde con recelo al juicio sobre su profesión. Esto es, la crítica al crítico. Arévalo, de la Cámara y Morente (no quisiera dejar caer, en saco roto, a Álvaro Acevedo, por ejemplo) encabezan gran criterio y conocimiento sobre historia y técnica del toreo.
Invierno urbanita. Sin tentaderos, olor a césped, penumbra, chimenea, excremento, pelo de caballo y cuernecillos de añojo; con luces de navidad, mercantilismo, blackfridays y comercios por doquier. A Dios gracias, encontré, en Plaza Nueva, la Feria de Libro Antiguo y de Ocasión. Hasta el 10 de diciembre, cuya visita recomiendo. Allí, durante horas, hojeando, atravesando diversos puestecillos, provenientes de todo el país, pregunto sobre libros taurinos: "poco hay", responden. En una de esas, encontré "La guerra secreta. Temporada taurina 1986", con autoría conjunta de Arévalo y del Moral, editado por AKAL.
En esta obra, Arévalo fragua una tesis concisa en base a esta frase del filósofo: "No puede compender bien la Historia de España, desde 1650 hasta hoy, quien no se haya construido, rigurosamente, la historia de las corridas de toros en el sentido estricto del término, no de la fiesta de los toros, que, más o menos, vagamente, ha existido en la Península Ibérica desde hace tres milenios, sino lo que nosotros actualmente llamamos con este nombre".
Parrafada magistral. Cito: "Es un tópico excesivamente manido recurrir a Ortega y Gasset para recordar que la fiesta de toros es un espejo lúdico y fiel de la realidad más profunda de cada época. Pero como todos los tópicos, alberga una gran dosis de verdad. Puede afrimarse, y no es más que un hallazgo referencial, que la España bipartidista de Cánovas y Sagasta compartía esa misma dicotomía con la rivalidad de Lagartijo y Frascuelo. Es cierto que, tras la muerte de Joselito, y la implantación del orden belmontino, empezó la tauromaquia del siglo XX, cuando el espíritu de esta centuria nacía en la primera posguerra. El belmontismo fue un "ismo" estético contemporáneo de otras vanguardias, como el surrealismo, el cubismo, el futurismo, etc. Y, si vamos, más lejos, a nadie le extraña que, bajo el reinado de Fernando VII, que promovió y persiguió, alternativamente, a realistas y apostólicos, la Fiesta fuera prohibida y después, mereciera una Escuela de Tauromaquia en Sevilla o que, bien visto, la toma de las ganaderías a manos del hidalgo burgués y, hasta entonces, en poder de la aristocracia y del clero, resultara ser una premonitoria desamortización. Pero esos ejemplos, entre los muchos que podrían citarse, son simples aproximaciones. Es más contundente seguir el devenir del empresariado en España, desde el siglo XVIII a nuestros días, siguiendo la transformación de la empresa taurina, cuando el sistema productivo español radicaba en las fincas, arcaicas explotaciones agropecuarias, y la explotación de las plazas estaba en manos de las antiguas maestranzas, de las juntas de hospitales, de las corporaciones locales. Entonces, el empresario de toros eres un pequeño concesionario que, en ocasiones, sólo detentaba la contrata de uno o varios tendidos para su comercialización pública (el vicio nacional de no pagar en los toros es una cuestión de prestigio social que procede de esta época). Su expansión y desarrollo coincide con el de la pequeña empresa, nacida en los intersticios consentidos por la comercialización de los productos agrarios y la permisividad de los gremios. La atomización de empresas taurinas pervivió en el campo hasta el éxodo rural de los años cincuenta de nuestro siglo y, en las urbes, hasta finales del XIX. Ello permitió a toreros y ganaderos ser los grandes señores del negocio durante la pasada centuria y un poder absoluto a José y Juan, que sólo tuvieron enfrente a muchos, dispersos y pequeños empresarios. En la década de los 20, surge, por fin, la empresa taurina, el empresario capaz de conseguir la contrata de varias plazas y, Pagés, que incluso obtiene para él y su descendencia la explotación de la Maestranza de Sevilla, es el símbolo paradigmático de todos ellos. Más tarde vendrían las grandes familias: Chopera, Jardón, Balañá... Fueron todos ellos excelentes aficionados, inteligentísimos taurinos, que comenzaron su verdadera expansión en los años 40, cuando las administraciones locales habían dimitido de sus funciones. La libertad de movimientos que se permitió en los 50, a patronos, y el desarrollo económico de los 60, consagraron su conquista y la configuración de una oligarquía ya libre del acoso impuesto por dos grandes apoderados, Domingo González "Dominguín" y José Flores "Camará" que, con la fuerza de Luis Miguel y Manolete, mandaron en la fiesta y fueron, intermitentemente, grandes empresarios.
Majestad manoletista | Sánchez |
Analizando en profundidad, más allá de las estructuras económicas, el enraizamiento de la fiesta brava con la sociedad española expresa un misterio que ni la sociología, ni la investigación antropológica han sido capaces de desvelar y da, a cada paso, las señas de una telúrica identidad. ¿Por qué los españoles han convertido el uro salvaje en toro de lidia, su agresividad original en la moderna bravura? ¿Por qué los toreros y el pueblo, han configurado, cuando otros países iniciaban su industrialización, un rito deportivo y agrario con oscuras reminiscencias sagradas, en pleno siglo XIX? La historia taurina es una narración, realmente sucedida, que relata la saga de unos prototipos heroicos, protagonistas de un viaje interminable, cuyas paradas, de plaza en plaza (el antiguo corazón de las ciudades), sirven para restaurar ritualmente la lucha de la razón contra la naturaleza indómita; un acto revelador e imaginario de la profunda realidad de cada época. Los broncos años republicanos tuvieron por protagonistas a una amplia fila de toreros distintos y distantes, y una sorprendente variedad de encastadas ganaderías. La España solitaria y triste de posguerra se expresaba en la ascética soledad de Manolete frente al toro, y también convivió el estraperlo en la calle con el fraude en la Fiesta. Luis Miguel y Antonio Ordóñez devolvieron a la Fiesta las dos grandes tradiciones: el temple belmontino y el mando guerrista, en la plaza y fuera de ella. Y El Cordobés fue el más explícito testimonio de su época.
Los toros son un espectáculo instrínsecamente dramático, la expresión de una situación límite, en el sentido más sartriano de la expresión, tangencialmente sagrado por lo que de sacrificial tiene la lidia y el clamorosamente civil porque la democrática participación del público, arbitrada presidencialmente, se traduce en la soberanía del foro. Esta soberanía lúdica, único vestigio democrático bajo la dictadura, expresó su rechazo a la Fiesta heredada del franquismo, mediante una rebelión que tuvo por escenario el graderío y anunció la llegada de nuevos tiempos. Con la democracia, la Fiesta perdió uniformidad, los públicos se manifestaron libremente y las plazas revelaron, una oras otra, su singular idiosincrasia. Taurinamente, el centralismo ha muerto. Sevilla recuperó su capitalidad, reclamando incluso un reglamento andaluz. En el País Vasco, la presidencia dejaba de corresponder al Ministro del Inteiror, y la Ertzaintza sustituyó a la Policía Nacional. Aunque Madrid sigue detentando el poder, y es la plaza que da y quita en el toreo".
Bibliografía:
ARÉVALO, José Carlos. "La guerra secreta. Temporada taurina 1986" (1ª ed., AKAL, Madrid, 1986, págs. 23-25)
ORTEGA Y GASSET, José. "La caza y los toros" (1ª ed., AUSTRAL, Madrid, 1962)
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