Hasta pronto, maestro
Los duros momentos previos a jugarse la vida... | El País |
El tic, tac incesante del reloj no detiene la triste y cruda realidad. Pasadas unas horas, aún cuesta creer la veracidad de la retirada de Morante de la Puebla. No resulta agradable escribir en semejante contexto, en primer lugar, por la mejorable situación personal del protagonista; segundo, por mi arrebatada filiación morantista, completa garantía de subjetividad en lo aquí redactado; y, tercero, por cómo llegó la noticia a mis oídos: regresando de El Puerto, su última corrida (a día de hoy). En este rincón, pensaba teclear más bien poco sobre Morante, mi torero, como se tilda al diestro fetiche de cada aficionado, pero la irrupción de la noticia han desencajado las rotativas y mis ganas de ajusticiar (bajo mi prisma de opinión, constancia quede) a una figura harto incomprendida. Si esperan análisis u opiniones, ya sean comedidas o fundamentalistas, dañinas o críticas constructivas, perdónenme la osadía: márchense a otro lugar. Esto no va a pasar de un gazpacho de sentimientos, pareceres y párrafos de sinceridad bilateral, entre él, quien transmitió tanto (alegría y tristeza), y yo, quien soñó tantas tardes, en horas previas, con la faena encumbrada.
En estos últimos años, he acudido al tendido, cada vez que el bolsillo daba permiso, a ver al maestro José Antonio en algún que otro lugar: La Maestranza (entre diez y quince veces), El Puerto de Santa María (la fatídica tarde), Badajoz, Huelva, Málaga, Valencia, Zafra y algún coso restante de segunda o tercera categoría. No de callejón en callejón, actitud sumamente reproducida entre muchos defensores de la tauromaquia de postureo, quita y pon, de foto en la prensa y escaso paso por taquilla. Esto es, ser reprochad, por mi filiación taurómaca, por alguien que no paga su papel religiosamente, entre una cosa y otra, me produce desde indiferencia hasta risa. ¿Acaso no existe mayor criterio para juzgar que el del aficionado pagando su entrada?
Grandes agoreros estiman cosa de meses, reapareciendo la próxima temporada. Ojalá sea así. Sólo él sabe si, la de ayer, será la última de su dilatada carrera. Con el background (dos retiradas y tantas reapariciones, hace algún tiempo), el aficionado puede esperar cualquier cosa. Los genios son imprevisibles, para lo bueno y lo malo. Morante, manquerrabien muchos, pertenece a esa categoría: tocado por la varita mágica, el polvo divino, las gotitas de arte. Hasta los grandes detractores del maestro cigarrero sucumben a su torería y ejecución personalísima e inimitable, poniendo por delante su irregularidad constante, sin faltarte razón, ojo. En el fondo, no es cuestión de pros o antis, sino de reconocimiento a una figura única, genial e irrepetible en la historia de la tauromaquia. No por triunfos absolutos (ahí están las estadísticas), no por regularidad cada temporada (vuelven a estar las estadísticas), sino por una personalidad distinta, marcada, sin copiar a nadie que, en conjunción con el toro, ofrecía una obra, a mi juicio, irrepetible. ¿Quién no hubiera deseado contemplarla cada tarde?
¿Y cuáles son algunas de sus obras? Sin ir más lejos, aquella media en la Feria de Abril de 2013, las dos orejas del año pasado al cuvillo Dudosito, la amargura del toro al corral, tras una buena faena o ya, más lejano en el tiempo, aquel 2009 con un monumento al toreo de capa en Las Ventas, con Alboroto, un juanpedro, u otro juanpe, Señorito, ese mismo año, en La Maestranza, donde tragó paquete, como reza el argot taurino. O 2007, con la portagayola a un cuvillo. Muchos le achacan falta de valor. Nada más lejos de la realidad. Busquen en vídeo lo citado anteriormente.
Poseo vagos recuerdos acerca de cuándo obtuve consciencia sobre José Antonio Morante Camacho. No en sus comienzos, desde luego, pues, cuando tomó la alternativa (Burgos, 1997), no llegaba aún a los cuatro años de edad. Bien fue más adelante, final de adolescencia y entrada en la edad adulta, junto a mi padre, observando con ignorancia las corridas del Plus, con la virginidad de elementos técnicos necesarios para enjuiciar el acto de la lidia. "Mira qué arte tiene", decía. Por no hacer el feo, asentía, pero algo había: una chispa en mi interior, un movimiento en el estómago, los vellos como escarpias. El capote volaba y yo, también. El riñón roto, un derechazo y transmisión a raudales. ¡Cuántos matadores más desfilaron más en aquella feria! ¡Y no pude olvidarlo!
Cuando escuchas cantar a Camarón de la Isla, te toca el alma y ya no te suelta. Pasan los días y aquellos quejíos se reproducen automáticamente hasta comprando tomates en el supermercado. Cuando sientes torear a Morante, que no ver, la vida, lo circunstancial, los árboles de alrededor y la fachada de tu casa han mutado hacia un color más vivo, alegre, sevillano. Agarras la primera toalla a la vista en la vivienda y citas a tu yorkshire terrier cuatreño para pegarle tres verónicas 'templás' y, como colofón, una media abelmontá. En mis trece, continuaba obcecado en aquel, de patillas paquirescas, coleta natural y fumador habitual de puros habanos. Queriendo saber, conocí. Compré revisteros antiguos, visualicé vídeos de faenas antológicas (alternativa en Burgos o Puerta del Príncipe de 1999), leí entrevistas, reportajes, compré carteles y todo lo digno de ser devorado. Un catedrático puede no haber conocido personalmente al personaje objeto de su tesis doctoral, por motivos espaciotemporales, y no por ello carece de sapiencia sobre aquel. Bebí hasta la última letra y, sin conocer, desgraciadamente (para mí) de manera personal a José Antonio, mi tesis doctoral se titula morantismo y, con todo el orgullo, aún hallase inconclusa, en tanto la carrera del genio, de momento, parece estar en pause, que no finalizada. Su pasión por el boxeo (donde visitó a campeones mundiales como Canelo Álvarez o Margarito), más que compartida, por cierto. Su inclinación hacia el Real Betis Balompié, pues ya se sabe: en Sevilla, o del Real Betis o del otro, nada de Madrid y Barcelona. La obsesión por aquel traje de luces visto en el mercadillo de la Calle de la Feria. Felicísimo día cuando por fin lo trajeron los Reyes. El juego al toro en plena calle, a mitad de los ochenta, cuando los chavales querían ser Maradona, Míchel, Gordillo o Cardeñosa, junto a su primo Juan Carlos Morante, mozo de espadas en la actualidad. Las primeras corridas en La Maestranza, aupado a los brazos de su padre, fingiendo el sueño, para intentar pagar una en vez de dos, hasta que un buen día, José Antonio, con seis-siete años, bastante crecidito, hubo de decepcionarse al ver su estrategia derruida. De las primeras becerras, en La Puebla del Río, con aquella pureza, tan suya, en máxima efervescencia ("me gustaría volver a torear como cuando era niño", adaptando una frase de Pablo Ruiz Picasso), a soltar reses de tu propia ganadería en el mismo lugar donde comenzó todo.
No podría etiquetar una fecha exacta de origen a mi morantismo. Sí describirlo. Ser morantista, además de admirar al hijo de Pepi Camacho, quien compró su primer traje de luces, desbaratado y descosido, en el mercadillo de El Jueves, es una forma de vida. Taurómacamente, la pureza: inexistencia del término medio. Si el toro me gusta, cumbre. Si no me gusta, petardo. Una característica harta complicada de comprensión para ciertos públicos, pero destiladora de la inexistencia de adulteración populista, tan patente hogaño en la fiesta. Ningún artista pintará un cuadro aceptable diario por obligación o imposición circunstanciales. Con Morante, en ocasiones, vislumbramos pinceladas, finas, con pintura de calidad y, casi nunca, un óleo sobre lienzo completo. El acabóse, en ese caso. También, sobre el albero, recordar a tus mayores y estudiarlos. La torería, además de sentirse tal independientemente del lugar, no es una pose, la pinturería o una vestimenta x, sino querer conocer quiénes ejercieron mi profesión antes, desde Pedro Romero, Pepe-Hillo hasta Antonio Chenel o Curro Romero, pasando por Rafael el Gallo, Joselito el Gallo, Juan Belmonte, Marcial Lalanda, Chicuelo, Pepe Luis Vázquez, Cagancho o Manolete. Que Arjona tire una foto en 2017 y observes a Gallito hace ciento tres años, acariciando el pitón suavemente, quiere decir que hay ahí torero, torería y una esencia clásica, completamente huérfana, a raíz de la retirada. La repudia al modus operandi de Escuela de Tauromaquia, por clonificar técnicamente, sin alma, a las futuras figuras de esto, como si de una fábrica japonesa de robots se tratara. Morante fue, es y será personalidad, única y exclusiva, sin atisbos e influencias de "coaches" del toreo. El don del temple en un estadio superior, inigualable, ante mis ojos, a día de hoy. Sentirse lo que se es dentro y fuera, sin complejos por la depravación de los valores éticos actuales.
Fuera del albero, sin trastos, búcaros y estoques, morantear es la bohemia. Sentirnos gentes de otro tiempo, más cómodos un siglo atrás, en los cafés de tertulias, escribiendo a máquina, fumando Montecristo, bebiendo coñac, sin Whatsapp, Facebook ni Instagram. El desprecio a la sociedad capitalista y su vitola de rentabilidad por encima de todo, más allá del sentimiento y la pureza de uno mismo. La melancolía de lo que fue y, quién sabe, algún día regresará. También la esperanza: soñar con el futuro, sin dejar atrás la nostalgia del pasado, aquello conseguido tiempo atrás e incapaz de superar a posteriori. La sensibilidad por el arte, el gusto por la cultura. El respeto a los antiguos, su conocimiento, jerarquía y poso. La reivindicación de los valores antaños, no en el ámbito político, sino social: patio de vecinos, cante por bulerías, sevillanas e ir a ver la corrida de TVE a casa del vecino, pues sólo él tenía televisión en todo el bloque. Juntar a abuelos, primos, tíos, padres y hermanos en una misma mesa, hablando sobre el último petardo de Curro, la enésima lesión de huesos de Antoñete y la idiosincrasia del "CurroBetis".
Ayer, tan fatídico, comenzó con mañana de ensoñaciones. ¿Podrá ser hoy? ¿Y si le valen? El runrún mental desde primera hora del día, confirmado vía charla ulterior con cuatro aficionados en un bar de las afueras de la plaza. El Juli (cinco orejas y un rabo), cumbre, pero no pudo ser. Iba a ver al otro, a mi torero, al mío y, con abulia y problemas que sólo sus más allegados conocerán, sorprendió la pasividad ante un quite al banderillero de la cuadrilla de Julián, además del papel con sus tres cuvillos. Los tendidos, de uñas, vociferando los típicos "aprende, Morante", "sinvergüenza", "déjaselo al sobresaliente". La pretensión de observar un espectáculo montado en tu interior y no contemplar ni la mitad es realmente dura. No por el monto económico, al menos, en primer plano, sino el costo emocional, la factura de la ilusión.
Decía Juan Belmonte: "El que quiera más, que vuelva mañana". Volviendo hacia Sevilla, a eso de las doce, saltó Molés confirmando el bombazo: "Morante se va". Tampoco quise oír mucho más. Algo de presidentes o veterinarios, que si el toro grande... Declaraciones en caliente, fuera de lugar la mayoría. Hasta cierto punto, lógico: tu rival, en el mano a mano, pasó a doscientos por hora y usted ni pudo arrancar el coche. El orgullo y el ego del artista comportan de tal manera en incontables situaciones.
Si, por remota casualidad (no lo creo), leyera algún día esto, maestro, sólo queda agradecerle su torería, dentro y fuera de su lugar de trabajo. Sus petardos, pues de ellos salí cabreados, perjurando no acudir más a la plaza para verle, para después volver a caer; y sus éxitos, no de orejas, que también, sino de creación artística, esto es, hondura, profundidad, sentimiento y transmisión a alguien que, sobre todo, con los vuelos de su capote, llevó a aficionarse al mundo "abirragado y entrañable", como decía Camilo José Cela, de los toros; y a ahondar en su personalidad, dimes y diretes. A pesar de haberlo saludado un par de veces escuetamente y cruzar un "suerte" con el correspondiente "gracias", usted, vestido de luces, y yo, en el tendido, hemos hablado más allá de lo estipulado verbalmente. Sólo me queda desearle una pronta recuperación. Vuelva cuando quiera y se encuentre a gusto. Muchos, servidor en primera fila, le estaremos esperando.
Cuando escuchas cantar a Camarón de la Isla, te toca el alma y ya no te suelta. Pasan los días y aquellos quejíos se reproducen automáticamente hasta comprando tomates en el supermercado. Cuando sientes torear a Morante, que no ver, la vida, lo circunstancial, los árboles de alrededor y la fachada de tu casa han mutado hacia un color más vivo, alegre, sevillano. Agarras la primera toalla a la vista en la vivienda y citas a tu yorkshire terrier cuatreño para pegarle tres verónicas 'templás' y, como colofón, una media abelmontá. En mis trece, continuaba obcecado en aquel, de patillas paquirescas, coleta natural y fumador habitual de puros habanos. Queriendo saber, conocí. Compré revisteros antiguos, visualicé vídeos de faenas antológicas (alternativa en Burgos o Puerta del Príncipe de 1999), leí entrevistas, reportajes, compré carteles y todo lo digno de ser devorado. Un catedrático puede no haber conocido personalmente al personaje objeto de su tesis doctoral, por motivos espaciotemporales, y no por ello carece de sapiencia sobre aquel. Bebí hasta la última letra y, sin conocer, desgraciadamente (para mí) de manera personal a José Antonio, mi tesis doctoral se titula morantismo y, con todo el orgullo, aún hallase inconclusa, en tanto la carrera del genio, de momento, parece estar en pause, que no finalizada. Su pasión por el boxeo (donde visitó a campeones mundiales como Canelo Álvarez o Margarito), más que compartida, por cierto. Su inclinación hacia el Real Betis Balompié, pues ya se sabe: en Sevilla, o del Real Betis o del otro, nada de Madrid y Barcelona. La obsesión por aquel traje de luces visto en el mercadillo de la Calle de la Feria. Felicísimo día cuando por fin lo trajeron los Reyes. El juego al toro en plena calle, a mitad de los ochenta, cuando los chavales querían ser Maradona, Míchel, Gordillo o Cardeñosa, junto a su primo Juan Carlos Morante, mozo de espadas en la actualidad. Las primeras corridas en La Maestranza, aupado a los brazos de su padre, fingiendo el sueño, para intentar pagar una en vez de dos, hasta que un buen día, José Antonio, con seis-siete años, bastante crecidito, hubo de decepcionarse al ver su estrategia derruida. De las primeras becerras, en La Puebla del Río, con aquella pureza, tan suya, en máxima efervescencia ("me gustaría volver a torear como cuando era niño", adaptando una frase de Pablo Ruiz Picasso), a soltar reses de tu propia ganadería en el mismo lugar donde comenzó todo.
No podría etiquetar una fecha exacta de origen a mi morantismo. Sí describirlo. Ser morantista, además de admirar al hijo de Pepi Camacho, quien compró su primer traje de luces, desbaratado y descosido, en el mercadillo de El Jueves, es una forma de vida. Taurómacamente, la pureza: inexistencia del término medio. Si el toro me gusta, cumbre. Si no me gusta, petardo. Una característica harta complicada de comprensión para ciertos públicos, pero destiladora de la inexistencia de adulteración populista, tan patente hogaño en la fiesta. Ningún artista pintará un cuadro aceptable diario por obligación o imposición circunstanciales. Con Morante, en ocasiones, vislumbramos pinceladas, finas, con pintura de calidad y, casi nunca, un óleo sobre lienzo completo. El acabóse, en ese caso. También, sobre el albero, recordar a tus mayores y estudiarlos. La torería, además de sentirse tal independientemente del lugar, no es una pose, la pinturería o una vestimenta x, sino querer conocer quiénes ejercieron mi profesión antes, desde Pedro Romero, Pepe-Hillo hasta Antonio Chenel o Curro Romero, pasando por Rafael el Gallo, Joselito el Gallo, Juan Belmonte, Marcial Lalanda, Chicuelo, Pepe Luis Vázquez, Cagancho o Manolete. Que Arjona tire una foto en 2017 y observes a Gallito hace ciento tres años, acariciando el pitón suavemente, quiere decir que hay ahí torero, torería y una esencia clásica, completamente huérfana, a raíz de la retirada. La repudia al modus operandi de Escuela de Tauromaquia, por clonificar técnicamente, sin alma, a las futuras figuras de esto, como si de una fábrica japonesa de robots se tratara. Morante fue, es y será personalidad, única y exclusiva, sin atisbos e influencias de "coaches" del toreo. El don del temple en un estadio superior, inigualable, ante mis ojos, a día de hoy. Sentirse lo que se es dentro y fuera, sin complejos por la depravación de los valores éticos actuales.
Fuera del albero, sin trastos, búcaros y estoques, morantear es la bohemia. Sentirnos gentes de otro tiempo, más cómodos un siglo atrás, en los cafés de tertulias, escribiendo a máquina, fumando Montecristo, bebiendo coñac, sin Whatsapp, Facebook ni Instagram. El desprecio a la sociedad capitalista y su vitola de rentabilidad por encima de todo, más allá del sentimiento y la pureza de uno mismo. La melancolía de lo que fue y, quién sabe, algún día regresará. También la esperanza: soñar con el futuro, sin dejar atrás la nostalgia del pasado, aquello conseguido tiempo atrás e incapaz de superar a posteriori. La sensibilidad por el arte, el gusto por la cultura. El respeto a los antiguos, su conocimiento, jerarquía y poso. La reivindicación de los valores antaños, no en el ámbito político, sino social: patio de vecinos, cante por bulerías, sevillanas e ir a ver la corrida de TVE a casa del vecino, pues sólo él tenía televisión en todo el bloque. Juntar a abuelos, primos, tíos, padres y hermanos en una misma mesa, hablando sobre el último petardo de Curro, la enésima lesión de huesos de Antoñete y la idiosincrasia del "CurroBetis".
A pesar de los pesares, un privilegio poder presenciar esta tarde |
Ayer, tan fatídico, comenzó con mañana de ensoñaciones. ¿Podrá ser hoy? ¿Y si le valen? El runrún mental desde primera hora del día, confirmado vía charla ulterior con cuatro aficionados en un bar de las afueras de la plaza. El Juli (cinco orejas y un rabo), cumbre, pero no pudo ser. Iba a ver al otro, a mi torero, al mío y, con abulia y problemas que sólo sus más allegados conocerán, sorprendió la pasividad ante un quite al banderillero de la cuadrilla de Julián, además del papel con sus tres cuvillos. Los tendidos, de uñas, vociferando los típicos "aprende, Morante", "sinvergüenza", "déjaselo al sobresaliente". La pretensión de observar un espectáculo montado en tu interior y no contemplar ni la mitad es realmente dura. No por el monto económico, al menos, en primer plano, sino el costo emocional, la factura de la ilusión.
Decía Juan Belmonte: "El que quiera más, que vuelva mañana". Volviendo hacia Sevilla, a eso de las doce, saltó Molés confirmando el bombazo: "Morante se va". Tampoco quise oír mucho más. Algo de presidentes o veterinarios, que si el toro grande... Declaraciones en caliente, fuera de lugar la mayoría. Hasta cierto punto, lógico: tu rival, en el mano a mano, pasó a doscientos por hora y usted ni pudo arrancar el coche. El orgullo y el ego del artista comportan de tal manera en incontables situaciones.
Morante y la soledad de la última tarde | Galleo del Bú |
Si, por remota casualidad (no lo creo), leyera algún día esto, maestro, sólo queda agradecerle su torería, dentro y fuera de su lugar de trabajo. Sus petardos, pues de ellos salí cabreados, perjurando no acudir más a la plaza para verle, para después volver a caer; y sus éxitos, no de orejas, que también, sino de creación artística, esto es, hondura, profundidad, sentimiento y transmisión a alguien que, sobre todo, con los vuelos de su capote, llevó a aficionarse al mundo "abirragado y entrañable", como decía Camilo José Cela, de los toros; y a ahondar en su personalidad, dimes y diretes. A pesar de haberlo saludado un par de veces escuetamente y cruzar un "suerte" con el correspondiente "gracias", usted, vestido de luces, y yo, en el tendido, hemos hablado más allá de lo estipulado verbalmente. Sólo me queda desearle una pronta recuperación. Vuelva cuando quiera y se encuentre a gusto. Muchos, servidor en primera fila, le estaremos esperando.
Un morantista.
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