Morante de la Puebla, galleo por chicuelinas
Sorbo de agua: directo desde el búcaro | El Mundo |
Llamose "Alboroto" (el que acaeció aquella jornada) la res, con un peso de 573 kilogramos. El hierro, Juan Pedro Domecq, con divisa encarnada y blanca. Algunos fundamentalistas, allí presentes aquella tarde del veintiuno de mayo de 2009, ocho años y pico atrás, viéronse en la obligación a levantar el trasero del cemento, hoy proyecto de futuro plástico (por desgracia) y terminar aplaudiendo, sonoramente, con sonrisa en el rostro, al garbo, arte, gracia, valor y, en definitiva, el polémico concepto taurómaco de José Antonio Morante Camacho, Morante de la Puebla. Con la bandera integrista, mal-llamada "torista", a media asta, durante ciertos días, semanas o meses.
En aquel entonces, otro cantar, tras regreso del segundo retiro, en 2008, con famoso y discutido paseíllo en Vistalegre, habano en mano, junto a El Pana (QEPD), el artista cigarrero cuajó tardes de regusto, en los dos grandes cosos por antonomasia, La Maestranza y Las Ventas. En aquel abril, más de una vez referido, por mi parte, en redes sociales, donde converso con grandes aficionados (si comienzo a nombrar, acabaría pasado mañana), no olvido aquel toreo de capa, con mucho mando, ante una victorinada, acartelado, mano a mano, junto a Manuel Jesús El Cid. Mi viejo, insuflador de mi afición, con tópicos taurómacos propios de la movida, correspondiente a su época juvenil y principios de edad adulta (finales de setenta y principios de los ochenta), me recalca, todavía, la inquina, desde antes del sonido clarinero, hacia los triunfadores en Sevilla. "Niño, esto ha cambiado, que no te enteras", sigo respondiéndole cada vez con más desgana. Él persiste anclado en sus Manzanares, Paquirris, Soros, Esplás y los fugaces regresos de Antoñete y Manolo Vázquez.
Mi seudónimo, para los esnobs, desinteresados o, simplemente, desconocedores, corresponde a un lance capotero, ejecutado en varas, con la finalidad de dejar en suerte al morlaco. Puesto en liza por Gallito, bebedor del toreo del XIX gracias a padres y hermanos (Fernando El Gallo, su padre, y Rafael, su hermano, principalmente), llegué, a él, a través de mi morantismo, visualizando un documento audiovisual del maestro en un tentadero, donde lo practicaba. Como para plantarlo en plena plaza, con los eruditos ignorantes de "aprende, Morante" y su escopeta cargada previamente, sin valorar, realmente, los quilates de alguien preocupado por la historia de la tauromaquia y la recuperación de sus suertes más castizas. Más de un reventador no conocerá al Rey de los Toreros y sentirá saber más que "naide".
No termina de llenarme el galleo del bú, a pesar de los pesares. Lo prefiero por chicuelinas. Toca mi fibra y llego al éxtasis cada vez que lo observo. El viaje ascendente de droga dura (disculpen por la incorrección política, debido al símil toxicómano) fue vivido con la grabación justo abajo de este párrafo. Entonces, ignoraba la nomenclatura galleos, tafalleras, largas cambiadas o cualquier lance. Aficionaducho inicial, cuya condición mantengo, con unos años menos: quince, entendía de transmitir o no. Más nada.
En el Plus, comentaron Molés, hogaño empleado en Taurocast, mi Chenel (Dios lo guarde ahí arriba, bien recogido, con su paquete de tabaco) y el maestro Emilio Muñoz, cuyo progenitor pilotó la carrera de Morante en sus inicios, previo al apoderamiento por parte de don Diodoro Canorea (corríjanme si yerro), quien, por alfa, bravo, charlie o delta, exilió a Burgos al matador, en 1997, para tomar la alternativa (¿acaso no debió haber sucedido en Sevilla, su plaza?). "Una bata de cola", extasió, balbuceando, el narrador castellonense. Pues sí. Qué aroma tan personal, intransferible y, como cada aficionado, devoto de su torero, se emociona, de manera especial, con sus alegrías y desengaños. "Por donde mejor lo vea", apostilló, a posteriori, con sapiencia irrefutable, por haber estado delante, primero, y criarse en el Barrio de Ventas, segundo, el maestro Antoñete.
Gazapón juanpedro, con calidad en la embestida, hubiera permitido, aun más, desposeído de tal carencia. El acabose, pues. Por el malhacer del bicho, deslució, lo mínimo, el final del gallo, donde José Antonio dio metros y remató torerísimo. Son chicuelinas, de Manuel Jiménez, aunque los gurús catedráticos sacan las uñas y, apoyados en el egocentrismo (justificado, pues mandó, como figurón, muchas temporadas) de Paco Camino, afirman la revolución del camero. Que Chicuelo las practicó distintas y, las hoy concebidas, fueron instauradas por el Niño Sabio. Ni afirmo ni desmiento: no poseo la certeza suficiente para decantarme por ningún extremo. Además, de Chicuelo no existe lidia digitalizada. A lo más, fotografías. Con todo mi respeto y siempre, bajo mi criterio personal, con la visualización de unas cuántas tardes de Francisco en la retina, el nivel de aquellas no igualan estas. Monten en cólera, señorías: me da igual.
Tras la puya de Cristóbal Cruz, como mandan los cánones, se le deja tiempo al toro, sin atosigamiento. "Eh, toro": toca y cita a la distancia correcta. Tres o cuatro verónicas, ambos pitones. Una, por el izquierdo, indescriptible con palabras. Por muchas páginas escribiera, imposible alcanzar esa cota. Prefiero no quedar en vergüenza. El gazapo continuó en sus trece. Valor (ese valor oculto tan poco apreciado por la crítica) y culminación vía media abelmontá, antológica.
"Ole, ole y ole. Bueno, bueno. La plaza, en pie, eh. La plaza, en pie. Todo el mundo, en pie. Monumento al toreo con el capote. Monumento a la verónica. Monumento a la media. Ahí queda eso". Y tanto, Manuel, que queda eso: han pasado años y todavía revolotea, en mis pensamientos toreros, el cuarto de la tarde. Terminó con oreja y ovación. Aunque el morantista, por antonomasia, quiera más y más, conocedor del vino gran reserva de la casa y su idiosincrasia, sabe saborear, cual sumiller, lo puro en frascos pequeños.
Gazapón juanpedro, con calidad en la embestida, hubiera permitido, aun más, desposeído de tal carencia. El acabose, pues. Por el malhacer del bicho, deslució, lo mínimo, el final del gallo, donde José Antonio dio metros y remató torerísimo. Son chicuelinas, de Manuel Jiménez, aunque los gurús catedráticos sacan las uñas y, apoyados en el egocentrismo (justificado, pues mandó, como figurón, muchas temporadas) de Paco Camino, afirman la revolución del camero. Que Chicuelo las practicó distintas y, las hoy concebidas, fueron instauradas por el Niño Sabio. Ni afirmo ni desmiento: no poseo la certeza suficiente para decantarme por ningún extremo. Además, de Chicuelo no existe lidia digitalizada. A lo más, fotografías. Con todo mi respeto y siempre, bajo mi criterio personal, con la visualización de unas cuántas tardes de Francisco en la retina, el nivel de aquellas no igualan estas. Monten en cólera, señorías: me da igual.
Tras la puya de Cristóbal Cruz, como mandan los cánones, se le deja tiempo al toro, sin atosigamiento. "Eh, toro": toca y cita a la distancia correcta. Tres o cuatro verónicas, ambos pitones. Una, por el izquierdo, indescriptible con palabras. Por muchas páginas escribiera, imposible alcanzar esa cota. Prefiero no quedar en vergüenza. El gazapo continuó en sus trece. Valor (ese valor oculto tan poco apreciado por la crítica) y culminación vía media abelmontá, antológica.
"Ole, ole y ole. Bueno, bueno. La plaza, en pie, eh. La plaza, en pie. Todo el mundo, en pie. Monumento al toreo con el capote. Monumento a la verónica. Monumento a la media. Ahí queda eso". Y tanto, Manuel, que queda eso: han pasado años y todavía revolotea, en mis pensamientos toreros, el cuarto de la tarde. Terminó con oreja y ovación. Aunque el morantista, por antonomasia, quiera más y más, conocedor del vino gran reserva de la casa y su idiosincrasia, sabe saborear, cual sumiller, lo puro en frascos pequeños.
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