Nacer en Sevilla y torear en Madrid

Morante. Beneficencia 2007 | Marisa Flórez
Pongamos que hablo de Madrid, como la canción de Joaquín Sabina. Por aquel entonces, capital en vías de europeización con sobredosis de casticismo. Una amalgama circunstancial atractivo-destructiva: fulanas sidosas, aristócratas drogadictas, yonkatas de extrarradio, abogados laboralistas, generales de división melancólicos, punkies, curas, dragqueens, monjas y cadenas rotas, por un lado, deseando volver a ser soldadas; o bien, mantenerlas desestructuradas definitivamente. Los toros, fíjense, eran, lo que hoy, Fortnite para un doceañero imberbe, o Netflix para un treinteañero frustrado, harto de cabecear reiteradamente contra el muro de las lamentaciones de las perspectivas vitales. O séase, una opción más entre tantas de la época: ácrata, atractiva, tradicional, progresista, transversal, sexy y nada politizada.

No pretendo continuar abrumando con la obvia transversalidad cultural, económica, política y social de la fiesta de los toros. Escribía sobre la Villa y Corte, ese maremágnum de viviendas, a su vez, insalubres y de alto standing, torres con sedes centrales de multinacionales y estaciones de metro incontables e inaprensibles. Cuántas veces habré errado en tomar para Pinar de Chamartín o Valdecarros. Porque esa es otra: la asimilación de tiempos y distancias, por parte del madrile, dista mucho del paradigma sureño. Veinte o veinticinco minutos andando no son nada. Once estaciones de metro, tampoco. Madrid y su cantidad de luces multicolores, como escuché decir al gran Casas Torcida en uno de sus coloquios, son como los cantos de sirena en La Odisea homeresca.

Asumámoslo: los neófitos en Madrid somos unos catetos. Ciudadanos de segunda clase, recibidores de hostias allá donde van y, de no espabilar, cotizan in crescendo. No por hostilidad de los más quintos, sino inadaptación a ese tren de alta velocidad diario. Ya lo dijo Sabina en una entrevista concedida a Jesús Quintero. También lo sentí, con trayectoria decreciente, en cada regresar, como cuando Camarón, interpretado por Jaenada, bajaba del tren, por primera vez, procedente de San Fernando, con ese aura de dios de los calés. O, yo qué sé, como cuando Curro mudó a Madrid para convivir junto a Doña Andrea, su madre, tras haber sido descubierta en la frutería sevillana habitualmente frecuentada.


No, no debe ser fácil nacer allí y torear aquí. Observen a esa mujer guapa del ascensor, camino a la menos tres, con ceño fruncido y hastío por bandera. Perdón. A esas mujeres guapas. En Madrid, encuentras muchas y distintas cada día. Aquel grupo de guiris nórdicas, reconfortando tibiamente tu madrileñismo cuatromesino. O a esa otra, estilosa y, a buen adivinar, de familia acaudalada. Será autóctona, amén de aquellas eses rimbonbantes a final de vocablo. De torear en Madrid, preferiría veinticuatro mil hijas que hijos de puta. Ya lo dijo Gallito: sin mujeres en el tendido, torear poseería poco o ningún sentido. También sentenciaba Ortega y Gasset que la sociología humana obtiene fidedigna y agravada representación a la hora de presenciar cualquier festejo taurino. Y, permítanme la expresión de nuevo, en términos de hijoputismo intencionado, las féminas ganan por goleada. Si Las Ventas es la primera plaza del mundo, máxima exigencia pues.

A la hora de lidiar, influyen variopintos y caprichosos factores: la voluntad del Altísimo, el viento, los toros y tú. Tú mismo, sobre todo lo demás. Emilio Muñoz jamás consiguió entrar, mientras que triunfaba sin cierta dificultad en Pamplona y Sevilla. Pepe Luis Vázquez, palabras mayores, sólo salió a hombros en 1942. Espartaco, un capitán de infantería llegado desde soldado raso con mili en Fuerteventura, en 1985. Morante de la Puebla, ninguna vestido de luces, con el mal sabor de aquella Beneficencia 2007 mediante. Y Curro. Eterno Faraón. Siete puertas grandes y la díficil facilidad de despertar enferma veneración en dos cosos tan importantes como distintos.

Visto para sentencia, señoría, vuescencia, señoritingo o a quien competa la historia, condéneme a torear eternamente en Sevilla, cual preso cristiano del XVI en galeras berberiscas. Porque Sevilla es mujer barroca, guapa, sencilla, humilde y profesadora de amor sincero. No necesita perfumes caros ni modelos de última temporada para conquistar a su hombre. Donde el buen fondo sobrepasa a la mejor de las formas. Y Madrid... continuará siendo Madrid. Centro neurálgico del meollo poderoso. Dichosa femme fatale. Interesada. Manipuladora. Adinerada. Caprichosa. Clasista. Bellísima, en su línea, como ninguna otra. Castiza y excesivamente moderna. Rubia. Por la que poner todo un Imperio de los Austrias en juego. Perderlo y ser olvidado, por no apellidarte equis y no ser nadie. Fría. Calculadora. Y con un Gran Poder precioso, mas, con todos mis respetos, ni esculpido por Juan de Mesa ni venerado en la Plaza de San Lorenzo.

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