El último paseíllo de Antonio Bienvenida

Momentos previos, al primer adiós, en Las Ventas (1966)
Desde 1995, Vistalegre ya no es tal, sino un palacio multiusos desposeído de cualquier tipo de ánima artística. Nunca falta un roto para un descosido: lo mismo da el acto fundacional de un partido político (por cierto, reconocido abiertamente como antitaurino) que la celebración de un campeonato de e-sports o deportes (?) electrónicos, pasando por partidos de baloncesto o balonmano. Atrás quedó “La Chata”, con capacidad aproximada para ocho mil espectadores, inaugurada, en 1908, conmemorando el centenario de la Guerra de la Independencia. Sufrió las vicisitudes propias de la Guerra Civil y, completamente demolida, fue restaurada y adquirida, en período de posguerra, por Luis Miguel Dominguín.

Podrán quitarnos la vida, pero jamás la libertad”, pronunciaba William Wallace. Efectivamente. El hospedaje de un festejo taurino, en un antro cubierto, no puede gozar de una vivencia tan plena como en emplazamientos de clásica estampa, pero, gracias a nuestra libertad, podemos honrar, recordar y rescatar episodios gloriosos del pasado. Imaginen viejas ruinas de domus romanas, ubicadas bajo unos grandes almacenes de una multinacional escandinava. ¿Por qué no alumbrar el esplendor de lo derruido?

Antonio Bienvenida, la maestría y el señorío personificados en el arte de torear, vistió de luces, por última vez, en la antigua Plaza de Toros de Vistalegre. Fue un 5 de octubre de 1974, con cinco reses de Fermín Bohórquez y una de Juan Mari Pérez Tabernero. Compartió cartel con Curro Romero y Rafael de Paula, quien, aquella tarde, rozara la perfección en el tercero. Alcanzó tales cotas de sublimación que José Bergamín tomó vivencias personales, pertenecientes a esta jornada, para escribir “La música callada del toreo”, obra publicada siete años después.

Retrasemos, aun más, la máquina del tiempo. Esta no fue la primera ocasión que el diestro de Caracas prometió no volver a lucir el chispeante. Un 10 de octubre de 1966, en la Monumental de Las Ventas, colocó las cartas sobre el tapete, optando por una encerrona, como fue usual en su trayectoria, ante ejemplares de Murube-Urquijo, Graciliano Pérez Tabernero, Montalvo y El Pizarral, saldando, aquella incierta despedida, con tres apéndices (uno, al segundo; dos, al quinto). Los dos años previos, esto es, 1964 y 1965, realizó, de igual manera, dos encerronas en “La Chata”, culminadas ambas con rotundo éxito. Resonó la primera, cortando cinco orejas a los de Moreno Ardanuy (procedencia Saltillo).

Su incorporación (no reincorporación, puesto que mamó el toreo desde su nacimiento), a la sociedad civil, resultó aparentemente fructífera, dedicando tiempo a la realización intelectual en prestigiosos círculos artísticos, recibiendo merecidos homenajes, prosiguiendo un negocio correspondiente a la venta de automóviles y… cómo no, enfocado al mundo del toro, simultaneando la crítica en “Blanco y Negro” y toreando festivales benéficos.




No sería tal cuando, un 18 de mayo de 1971, reaparece, en Las Ventas, junto a Andrés Vázquez y Curro Rivera, auspiciado por el calor producido en un festival lidiado, el año anterior, junto a Luis Miguel Dominguín. Doce días después, otra vez junto al diestro zamorano, cuajó un gran toro de Murteira Grave. De manera inteligente, Antonio Bienvenida planificó una última etapa parca en comparecencias, sin rehuir compromisos en plazas de responsabilidad. En 1972, lidió 20 festejos. Al año siguiente, 17. Y, en su última temporada como matador de toros, 11.

Con treinta y dos años de alternativa (recibió el doctorado un 9 de abril de 1942, apadrinado por su hermano Pepe), influenciado por el fallecimiento, ese mismo año, de su madre, la sevillana Carmen Jiménez, decide poner punto y final a su carrera profesional. Le prometió tranquilidad en sus últimos años de vida. Incumpliendo la promesa, superado por el veneno del oficio, pareció tomar la decisión a título póstumo.

El hijo del Papa Negro vistió, aquella tarde, el capote de paseo negro de Joselito El Gallo, combinado con un terno grana y oro. Estoqueó a “Genovés” y “Ventanero”, pertenecientes a la ganadería de Fermín Bohórquez. Mencheta, corresponsal de ABC en el festejo, describió así la postrera actuación: “en el primero, lancea sin lucimiento. Intenta hacer faena, pero el toro se le cae en cada pase, con la consiguiente bronca del público. Consigue, no obstante, algunos derechazos con su habitual maestría y mata de media estocada. División de opiniones; en el cuarto, lancea muy bien, para rematar con media. Quite por verónicas. No se acopla con el toro, a pesar del intento por ambos lados, por lo que desiste de hacer faena. Mata de pinchazo y entera. Aplausos y saludos desde el tercio”.

Ya no vivían Manuel y Carmen; tampoco Manolo, Pepote y Rafaelito. Sí ‘Lurdy’, como apodara cariñosamente a su hermano, casi gemelo, Ángel Luis, dedicándole un sentido y sincero último brindis:“Por los malos ratos que te he hecho pasar. Te prometo que ya no vas a sufrir más”. Lamentablemente, el contenido de la dedicatoria no obtuvo fiel reflejo en la realidad. Continuó participando, en festivales, a lo ancho y largo de la geografía nacional. El último, en Tamames de la Sierra, provincia de Salamanca.

Pasado un año desde el adiós, por todos es, de sobra conocido, el inmerecido y trágico desenlace de Don Antonio Mejías Jiménez, eterno ejemplo de arte, clase, honradez, maestría y señorío ante quien aspire a la plena realización profesional en el oficio de matar toros. Para finalizar, me permito la osadía de parafrasear al personaje encarnado por Mel Gibson: “podrán quitarte la vida, pero nunca tu legado”.

PD: Con la finalidad de no descentrar el objeto principal de este artículo, he desistido de insertar la gran actuación de Rafael de Paula en el festejo. Sin embargo, pinchando aquí, puedes disfrutar del documento audiovisual.

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